SUPERACIÓN: buscaba en la basura para comer, se recibió y es profe UNIVERSITARIO

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Waldemar Cubilla nació en la Villa «La Cárcova», en José León Suárez. Ahora que es licenciado va al penal pero sin esposas ni custodia: será el docente de otros presos.










Un nene de 9 años camina apurado por una calle de la villa. Con una mano, empuja un cochecito de bebé sucio y desvencijado. Adentro no hay bebé sino bolsas de basura. En la otra mano lleva 15 pesos arrugados: es lo que le pagan los vecinos por trasladar la basura hasta la montaña que está en la entrada de la villa. El nene es hoy lo que Waldemar fue en su infancia: un «niño ciruja» que encontró en el basural trabajo, comida, ropa y juguetes. Waldemar confía, sin embargo, en que la adolescencia de ese nene no se parezca a la suya: no quiere que termine armado, robando, baleado ni preso.



La cita con Waldemar Cubilla (35) es en la biblioteca que él mismo fundó en enero de 2012, después de haber pasado 9 años preso. La biblioteca popular «La Carcova» está en la entrada de la villa que lleva ese nombre, en José León Suárez. Se parece mucho a la que Waldemar dirigía en el penal en el que cumplió su última condena, salvo por un detalle:está construida sobre basura apilada.






«Por la cercanía con el predio del CEAMSE, los chicos que nacen acá, como yo, tienen una relación con el cirujeo casi inmediata. Todos, en algún momento, fuimos a revolver la basura o pedimos plata mientras los más grandes iban al lado con la carreta», cuenta Waldemar.



«Me acuerdo que subíamos a la montaña de basura a buscar zapatillas. Las fábricas las tiraban cortadas al medio, para que nadie les diera uso. Nosotros buscábamos un par o alguna parecida a otra, las cosíamos y con eso andábamos», sigue. «De ahí salía todo: papeles, plásticos o metales para vender pero también las salchichas. Uh, cuando encontrábamos salchichas en la basura hacíamos superpanchos. Era una fiesta«, sonríe.



Cazar palomas y gaviotas era una aventura en la montaña y, a la vez, un eslabón para la subsistencia familiar: con esa carne, los grandes hacían guisos y empanadas. «Lo mirás de grande y es un bajón. Cuando vos vas creciendo y vas tomando conciencia, es feo. El olor de las manos no se te va más. Capaz te presentan a alguien y no lo saludás para que no te huela. La basura se va metiendo en tu vida, porque lo que encontrás te lo llevás a tu casa. Acá en la biblioteca estuvimos tres años sin cesto porque para nosotros no había un lugar específico para la basura».






Cuando llegó la adolescencia, «algunos se hicieron especialistas en cirujeo, otros fuimos más cobardes y salimos a robar. Tenía 15 años cuando empecé a salir pistola en mano. Si vos le buscas una explicación racional, no la tiene. Era simplemente decir ‘no merezco vivir así’, ‘no quiero estar más en la pobreza extrema’. Waldemar, sin embargo, siguió yendo a la escuela.






«Si sabía que a las 5 tenía que entrar a la escuela, organizaba el robo antes para no tener media falta. Muchas veces volvía de robar y me metía en la escuela. Si abrías mi mochila, te encontrabas con los útiles, los libros y un arma». A esa altura, Waldemar era el proveedor de un un desarmadero. Robaba, en promedio, tres autos por día.






A los 17 años lo detuvieron por primera vez y pasó un tiempo en un instituto de menores. Pero el encierro no era percibido en su micro mundo como un «debut y despedida» sino como un destino por el que los jóvenes del barrio iban a pasar, inevitablemente, una y otra vez.



En diciembre de 2001, en el epicentro de la crisis económica, la pobreza que venía amenazando a la gente de «La Cárcova» volvió para rematarlos. A Waldemar lo encontraron secuestrando gente y paseándola por cajeros automáticos. Cuando quedó preso en el penal de máxima seguridad de General Alvear, le faltaba un año para terminar el secundario.






«Estuve 4 años tirado en una celda sin hacer nada». Recién cuando lo trasladaron a Sierra Chica, decidió terminar los estudios. Pero estaba a 350 kilómetros de su casa y no consiguió el certificado que comprobara que sólo le faltaba un año: tuvo que hacerlo todo de vuelta. Fue en ese contexto que vio una escena que lo dejó como a un chico frente a una juguetería: había presos que estaban cursando carreras universitarias. Fueron ellos quienes le convidaron un libro gordo de sociología.






A los 23 años, cuando quedó en libertad y volvió a la villa, se anotó en la sede de San Isidro de la Universidad Keneddy para estudiar Derecho. «Es loco eso, nuestra relación con San Isidro. Todos los desechos de ellos desembocan en un arroyo acá atrás. Todos mis delitos fueron en San Isidro», piensa. «Hice dos años de abogacía. Pero como era privada y no pude sostener la cuota, volví a delinquir. De repente, era universitario y chorro». Waldemar volvió a caer preso cuando tenía una libreta universitaria con más de 8 de promedio general.






Esta vez fue a una cárcel nueva (la unidad 48) que hoy parece formar parte de un sistemas de postas: atrás de la villa está el basural y al lado del basural, la cárcel. «Ahí me crucé con un par de pibes y empezamos a imaginar esto de estudiar en la cárcel. Así que le mandamos una carta al rector de la Universidad Nacional de San Martín muy sencilla. Le dijimos que había unos presos que, como toda persona en esta bella república Argentina, tenían derecho a la educación». Del otro lado los escucharon. Y así, en 2008, nació el CUSAM, que es la universidad dentro del penal.



«Yo me convertí en el bibliotecario de la cárcel. La biblioteca fue un lugar fundamental en mi carrera», dice, y se nota. Mientras estaba preso nació Eros, su primer hijo, que debe su nombre a lo que Waldemar sintió cuando leyó «El banquete», de Platón.






Presos y guardiacárceles, juntos, comenzaron a estudiar la carrera de Sociología. Waldemar rindió 26 materias estando preso. Cuando llegó a tercer año, le dieron una noticia: tenía el mejor promedio entre todos los alumnos de la carrera, los presos y los libres: 9.25.






Cuando salió, rindió las materias que le faltaban, hizo su tesis sobre «El trabajo ciruja» en las llamadas «villas basurales» («un intento de reflexionar sobre mi infancia y sobre la de mis vecinos») y se recibió: Waldemar Cubilla, Licenciado en Sociología. No fue el único: en el marco de ese programa, se graduaron seis presos y dos guardiacárceles.






«La sociología me dio herramientas para interpretar la vida y las relaciones. Por ejemplo, las relaciones con los otros presos: ‘loco, si tuvimos la misma vida, vos sos de una villa y yo de otra, no nos apuñalemos‘. O con mi familia, porque viví el embarazo y el nacimiento de mi primer hijo por teléfono, estuve con él recién a los 3 años. Todo eso me ayudó a reflexionar. Mi pregunta era: cómo hago para no volver a caer en cana y que mi hijo no herede la cárcel».



















Lo primero que hizo, dos meses después de haber recuperado la libertad, fue replicar la biblioteca y ponerle un objetivo: «Que ninguno de nosotros caiga en cana». La dirige junto a Checho, un joven que llegó al penal mientras Waldemar era bibliotecario. «Llegó baleado, al borde de la muerte. Empezó a estudiar epistemología, filosofía y ahora miralo, es el vicepresidente». Checho, que está terminando de construir los baños, saluda y se luce: donde había una casilla ahora crece la idea de hacer una sede de tres pisos.






«Acá viene el pibe que está esperando que le dan la transitoria al padre y también viene una madre aliviada de que a su hijo lo hayan metido preso porque creía que se lo iban a matar. Acá hacemos talleres de fotografía y gestionamos velorios», explica. «Vienen 500 personas, la mitad son chicos. Cualquiera que muestre la más mínima demanda educativa, empezamos a mover los hilos para hacer una fogata grande. La mayoría de los delitos de los pibes son en Ballester pero la mayoría de los docentes también son de Ballester. Cuando los empezás a acercarlos, algo cambia».



«Que ninguno caiga en cana» no es sólo un mensaje hacia abajo, sino horizontal: «Yo llevo 5 años en libertad, y es la primera vez en mi vida que no toco una pistola. La biblioteca se para a reflexionar sobre esas cosas. ¿Por qué acá, incluso los que tienen muchas necesidades, ahorran para comprarse un arma? ¿Cuáles son las categorías de trabajo dentro una villa? Ese nene que viste empujando la basura con el cochecito está trabajando, no está jugando. Va a sonar fuerte pero yo, cuando iba a robar, decía ‘me voy a laburar’».






Waldemar tuvo otro hijo -«Jano», un nombre que apareció leyendo «La mirada de Jano», de un pensador alemán-, y forma parte de un equipo de investigadores de la universidad que aborda, precisamente, la «sociología del trabajo». Comenzó, además, un doctorado en Sociología. «Es que así como los pueblos tienen sus doctores, las villas necesitan los suyos. Ese es el gran desafío, que los villeros nos profesionalicemos. Y esta biblioteca yo la imagino universitaria. Los chicos ya la conocen, la caminan, preguntan. La universidad ya no es un edificio que vos mirás desde el tren».






Después, muestra los libros y cuenta una leyenda: dicen los que estuvieron presos que, una vez en libertad, no hay que mirar atrás. No por temor a convertirse en estatua de sal sino para no volver. Este año, sin embargo, Waldemar, volverá. Esta vez sin esposas ni custodia. Será el nuevo docente de Sociología para los condenados en el penal. «Es loco, ¿no? -reflexiona. «Volver a la cárcel así es una manera de no volver».







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