Diego adoptó a 6 hermanitos para no separarlos y los cría solo

Diego Bustamante tiene 36 años y hace cinco que dirige Pata Pila, una asociación civil franciscana que funciona entre Salta y Mendoza. “Los acompaño como haría un madre o un padre, pero sin colocarme en ese lugar”, detalla sobre su rol como tutor legal de los niños que cuida. Una historia de búsqueda, entrega y nuevos modelos de familia.







Diego Bustamante (36) advierte: «Tengo tiempo hasta las 11.50 de la mañana». Agrega que a esa hora llegarán los chicos de la escuela. Y no lo dice, pero se sabe: acabará la clama. Son seis varones santiagueños: William (18), Patricio (16), Mario (14), Maxi (13), Juancito (8) y Ariel (7) Gerez. El sexteto de hermanos que conoció hace cinco años. Y que hoy cría en Gualeguay, Entre Ríos, desde diciembre del año pasado, después de que se mudaran «para arrancar de cero» y cuando un juez le puso nombre a su figura. «Soy el tutor legal, pero les brindo mi vida entera para que estén juntos y no les falte nada. Que puedan soñar, estudiar, trabajar y salir adelante», apunta Diego en diálogo con Infobae y agrega: «Crecí como el cuarto de siete. Mi mamá murió de cáncer cuando yo tenía seis meses. Al año y medio mi papá se casó con Flor, que hizo de madre para todos. Por eso para mí es tan genuino esto de ser ‘mamá y papá del corazón’».







Entonces empieza a desandar su historia. Terminó el colegio en el 2000 y empezó a estudiar Agronomía. «Pero el arte tiraba. Me dediqué al teatro, me fui a vivir al DF y terminé quedándome dos años y medio. No lo sabía, pero necesitaba romper con ciertos mandatos de chico de Barrio Norte. México me permitió encontrarme con mi soledad y recuperar mi historia. Volví con tres objetivos: reconectar con mi familia para sanar heridas; volver a los Franciscanos, que habían sembrado una semilla en mi; e ir a un psicólogo. ¡Vení tres veces por semana!, me dijo», según cuenta y sonríe.





Diego tenía 24 años y vivía con su familia cuando empezó a visitar personas en situación de calle en el barrio porteño de Once y familias humildes de Moreno y Pontevedra, en el Conurbano, y a misionar con los Hermanos Franciscanos. «Me volví más feliz. Mi vida cobró sentido. Hacía lo que quería: mis amigos se iban a bailar y yo a veces iba, pero en general prefería levantarme temprano para visitar un hogar de niños. Mi gente me apoyaba, pero por ahí me preguntaba por qué prefería viajar al Norte en lugar de ir de vacaciones. Aunque no era un cuestionamiento negativo», agrega.







–¿No pensabas ser cura?







–Sí. Pero descubrí que lo que yo buscaba de los Franciscanos era la sencillez, humildad y entrega. Entonces, mientras estudiaba para ser Técnico Agropecuario, seguía misionando en el Norte con ellos. Cuando me recibí, en el 2011, me fui a vivir solo –y hacer un poco de instrospección– al campo, en Gualeguay. Trabajaba para mi tío y mi papá. Por las tardes daba apoyo escolar a los hijos de los peones.







CRECÍ COMO EL CUARTO DE SIETE. MI MAMÁ MURIÓ DE CÁNCER CUANDO YO TENÍA SEIS MESES. AL AÑO Y MEDIO MI PAPÁ SE CASÓ CON FLOR, QUE HIZO DE MADRE PARA TODOS. POR ESO PARA MÍ ES TAN GENUINO ESTO DE SER ‘MAMÁ Y PAPÁ DEL CORAZÓN’





MÁS DE BÚSQUEDA QUE DE REVELACIÓN







Lo de Diego Bustamante no fue de un día para el otro. «Lo fui construyendo de a poco», asegura sobre la vocación de vida que lo llevó a fundar en Salta la Asociación Civil Pata Pila. «En uno de los viajes a Yacuy, Tartagal, fui a un centro de salud y vi como la gente hacía cola de una cuadra y media para que la atiendan. Fue una imagen bisagra en mi vida. Me preguntaba: ¿Cómo puede ser que algunos tengan tanto y otros tan poco?», cuenta.







Pero pasaron seis años de aquello para que, en 2014, Diego le anunciara a su papá: «Me voy a dedicar a lo social. Quiero que mi vida sea ayudar al otro». Entonces se contactó con Catalina Hornos, de Haciendo Camino, y se fue a vivir a Monte Quemado en Santiago del Estero. «Estaba de lunes a lunes abocado a la gente y ahí descubrí todo que se lleva puesto la desnutrición infantil», asegura.





–¿Qué implica que un chico esté desnutrido?







–Fragilidad. Que no se pueda defender. Su cerebro no se desarrolla y no aprende. Un niño desnutrido y deshidratado, necesita ayuda ya. Es lo que yo llamo trabajo de parche: lo urgente. Y después están los procesos. Cuando sin colocarte en el centro, empoderás a la familia para que pueda resolver con sus propios medios.







EN UNO DE LOS VIAJES A YACUY, TARTAGAL, FUI A UN CENTRO DE SALUD Y VI COMO LA GENTE HACÍA COLA DE UNA CUADRA Y MEDIA PARA QUE LA ATIENDAN. FUE UNA IMAGEN BISAGRA EN MI VIDA. ME PREGUNTABA: ¿CÓMO PUEDE SER QUE ALGUNOS TENGAN TANTO Y OTROS TAN POCO?





EL NOA NOS NECESITA







A fines de 2014 Diego le propuso a los Franciscanos armar Pata Pila y se instaló en una pieza con baño que le prestaron en Yacuy, a 30 kilómetros de la frontera con Bolivia y 400 de Salta capital. Arrancó como un vecino más, en una comunidad guaraní de 2 mil habitantes. «Empecé con una nutricionista y una trabajadora social, que hacían los diagnósticos. Entonces me encontré con una realidad de la que no podía escapar. Tuberculosis, chicos sin vacunar, hambre. Que almuercen en la escuela y a la noche se vayan a dormir sólo con una tortilla o pan para acompañar el mate caliente», detalla Bustamante sobre la inclemencia del Chaco salteño.







–Eso que se define como pobreza estructural.







–Sí, pero que la gente no sabe de que se trata. Es una sumatoria de situaciones complejas que ten van coartando y ahorcando. Es no tener heladera, ni agua potable, ni calles, ni médicos. Allá faltan profesionales. La brecha es demasiado palpable. Me pasó en Fortín Dragones, por ejemplo, a poco de llegar. Hacíamos un relevamiento en una comunidad y al hacer el control antropométrico de dos niños notamos que estaban desnutridos y deshidratados, al igual que su mamá, embarazada. Como teníamos que trasladarlos a un centro médico, quedamos en volver a buscarlos a las cuatro de la tarde. Fue un error de inexperiencia. Cuando volvimos, la madre se había metido en el monte. La policía tardó dos días en encontrarla y recién ahí la pudo llevar al hospital, de donde volvió a escaparse. ¿Qué le pasaba? No entendía el idioma. Y no quería dejar a sus hijos con su marido, para que no les pegue. Eso, pasa una y mil veces.





–¿Cómo hacés para trabajar con comunidades de pueblos originarios donde desde el idioma a las costumbres son tan distintas?







–Estoy formado en ese sentido. Desde el respeto. Pata Pila significa Pies Descalzos en guaraní. Es entrar en contacto con el otro sin preconceptos. Ofrecerte, sin imponer. No colocarte en el centro para ser el salvador. Es invitar a caminar. No decirles cómo se tienen que construir su casa. La cultura nunca es una barrera. Pero somos nosotros los que tenemos que desaprender un montón de cosas para descubrir cómo entiende la vida una mujer wichi, la educación una mamá guaraní y cual es la perspectiva laboral de una chané.







–De ahí surge la manera de trabajar.







–Claro. Creemos en los vínculos, no en la asistencia. Con nutricionistas, psicólogas, maestras de oficios y trabajadoras sociales hacemos foco en las madres para que vayan incorporando herramientas. Actualmente tenemos tres centros en el norte de Salta: Tartagal, Dragones y Victoria Este. Además, tres camionetas itinerantes que recorren la provincia haciendo 1.200 kilómetros por semana para atender a familias de más de treinta comunidades. Y en San Rafael, Mendoza, trabajamos en el asentamiento Pedro Vargas de Cuadro Benegas. Son casi 600 niños entre las dos provincias.







–¿Qué necesitan concretamente?







–Más padrinos que aporten mensualmente con débito automático. Lo que puedan: 400, 500, 600 pesos. Pueden hacerlo a través de la web: www.patapila.org . Y más empresas. Tenemos convenios con el Estado, que asumimos hace dos años. Hoy entregamos cerca de 200 bolsones por semana para paliar un poco la realidad. Solo si nos unimos –lo público, lo privado y las organizaciones sociales– vamos a poder esbozar una respuesta. Con el contexto económico de hoy el hambre se ve.







PATA PILA SIGNIFICA PIES DESCALZOS EN GUARANÍ. ES ENTRAR EN CONTACTO CON EL OTRO SIN PRECONCEPTOS. OFRECERTE, SIN IMPONER. NO COLOCARTE EN EL CENTRO PARA SER EL SALVADOR. ES INVITAR A CAMINAR. NO DECIRLES CÓMO SE TIENEN QUE CONSTRUIR SU CASA. LA CULTURA NUNCA ES UNA BARRERA. PERO SOMOS NOSOTROS LOS QUE TENEMOS QUE DESAPRENDER UN MONTÓN DE COSAS PARA DESCUBRIR CÓMO ENTIENDE LA VIDA UNA MUJER WICHI, LA EDUCACIÓN UNA MAMÁ GUARANÍ Y CUAL ES LA PERSPECTIVA LABORAL DE UNA CHANÉ





CUANDO EL QUE MANDA ES EL CORAZÓN







Son las 11.52 en Gualeguay y, como había anticipado Diego, se acabó la calma. «¿Qué hacés, chango?», le pregunta entre risas a Arielito que acaba de llegar y está entusiasmadísimo con el partido de fútbol del día siguiente. Porque desde que viven con su «tutor legal» en una casa de la ciudad entrerriana, los Gerez van a la escuela en bicicleta. «Tienen amigos. Y hacen deporte en el Club Sociedad Sportiva. Estoy agradecido por lo bien que los recibió la gente», agrega Diego.







–¿Cómo empezó tu vinculo con ellos?







–Los conocí en 2014 en Monte Quemado. Vivían una situación difícil desde lo social y económico. La justicia decidió que los padres no podían seguir acompañándolos. Estuve con ellos la noche en que la policía entró a la casa para llevárselos. Fue un jueves a las 11. Cuando me avisaron que irían a buscarlos, agarré la camioneta y me fui con Pochi, la trabajadora social. Tenía que intervenir para que no sufrieran. Logramos que en lugar de pasar la noche en la comisaría, vengan con el cura y nosotros a la casa de unas religiosas. A la mañana siguiente el juez sacó la orden que los mandaba al Hogar de Niños. Eran los seis varones y Juanita. En ese momento entendí que yo los iba a querer cuidarlos toda la vida. No sabía cómo. Pero algo se sembró en mi vientre.





–La certeza de que querías estar para ellos siempre.







–Sí, pero el Hogar quedaba en Añatuya, Santiago del Estero, y yo estaba en Monte Quemado, a 400 kilómetros. Así que hablaba por teléfono y los visitaba cada vez que podía. Pero no era lo suficiente. Es que a los tres meses de aquel episodio yo empezaba con Pata Pila en Salta. Y cada vez que los veía me interpelaban: ¿Qué estás dispuesto a hacer para acompañarnos? Los veía crecer y no me bancaba que estuvieran en una institución, por más que fueran muy bien cuidados. Me daba cuenta de que querían un referente y una casa. Eso quedaba resonando en mi, pero volvía y enterraba la cabeza como una avestruz. «No Diego, ¿cómo vas a hacer? No podés ni económica, ni psicológicamente. Es una locura», me decía. Hasta que no pude escaparme más.







–¿Y qué hiciste?







–Después de irme de vacaciones con ellos varios veranos a Gualeguay, Mar del Plata o Buenos Aires, me los llevé un mes a Salta a vivir conmigo. Hasta que en enero de 2018 les propuse vivir juntos. Me ofrecí. Les pregunté como lo veían. No les dije: «Esto va a ser así». Les hablé de empezar todos de cero en Gualeguay. Mi familia estaría cerca, en Capital Federal, y podrían integrarse. Paralelamente, en marzo me presenté a la Justicia y el juez consideró que la figura de tutor legal era la más viable. En abril conocieron a mi familia. Me pasé todo el año viajando de Salta a Añatuya. E hicimos todo de a poco. Tuvieron audiencias con el juez y le dijeron que querían vivir conmigo.





–Y hoy sos madre y padre, de alguna manera…







–Yo los acompaño como haría un madre o un padre, pero sin colocarme en ese lugar. No soy su papá, ni pretendo que me digan así. No busco el reconocimiento, ni el nombramiento. Soy simplemente alguien que los cuida como un papá. No quiero apropiarme de ellos. Tampoco esto tiene que terminar necesariamente en una adopción.Además, no elijo vivir con ellos porque yo quería ser padre. Esto es importante. No soy el centro. Es simplemente devolverle a la vida algo de todo lo que me regaló. Y claro que cuidarlos es lo que me hace feliz. Sino no podría sostenerlo. Con ellos, mi vida se plenifica, se potencia.














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