Después de seis tratamientos de fertilidad concretaron el sueño de ser padres

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Natalia y Diego buscaron un hijo durante cuatro años. Pasaron por diferentes médicos, terapias y una montaña rusa de emociones. Hoy, son una familia de tres, y cuentan cómo atravesaron cada etapa de este proceso.






Natalia y Diego se conocieron en el 2005. Ella tenía 27 y él 23. Se enamoraron, se casaron y en 2009 decidieron que era el momento de pasar a otra etapa, de ampliar la familia.

No querían encarar una búsqueda desesperada así que se tomaron las cosas con calma. Dejaron de cuidarse y siguieron con sus vidas “como si nada”. 28 días después, una mancha de sangre en la bombacha de Natalia le anunció que no estaba embarazada. “Será la próxima”, pensó sin angustiarse. Pero a medida que pasaron los meses la angustia fue cediendo y con ella los nervios y la ansiedad.

Las primeras consultas médicas

Al año de búsqueda decidieron consultar con un médico especializado en fertilidad. Además de hacerle una batería de estudios a la pareja, le realizó a Natalia una cirugía laparoscópica porque sospechaba que tenía endometriosis. El diagnóstico no era del todo claro, y a pesar de que pos cirugía dicen que aumentan las chances de embarazo, el panorama no cambió.

Buscar un bebé puede comenzar siendo placentero pero cuando el test positivo no llega todo se vuelve tortuoso.

Finalmente, el médico les propuso intentar con una inseminación intrauterina.

Esa sugerencia fue una bomba de tiempo en las cabezas de Natalia y Diego. “Nos resultaba difícil llevar la etiqueta de ‘infértiles’, sobre todo cuando la pareja no tenía un diagnóstico claro. Ese primer tratamiento sacudía todos nuestros temores”, dice Natalia. Pero el deseo de formar una familia era tan grande que se hicieron fuertes y decidieron intentarlo.

Cuando el sueño de ser padres tarda un poco más

Así arrancaron una seguidilla de tres inseminaciones: “Vivíamos en una montaña rusa de emociones. Para realizar los tratamientos debíamos desembolsar una importante suma de dinero en medicación, yo debía aprender a inyectarme hormonas todas las noches a la misma hora, aguantarme la vejiga llena el día que me hacían la inseminación, y luego lo peor: esperar los 14 días hasta poder hacerme el análisis de sangre que confirmara si estaba o no embarazada. Todos con el mismo resultado: negativo”.

Esos 14 días de espera hasta confirmar si el beta es positivo suelen ser un infierno. El tiempo parece no pasar más, uno se pone tenso e irritable. Y después del “negativo” la sensación es que el mundo se te viene encima. Hay que rearmarse, juntar fuerzas para apoyar a la pareja y luego decidir si uno vuelve a intentarlo o no.

Natalia deseaba estar embarazada más que nada en el mundo. Quería quedarse dormida en todos lados y sentir nauseas por la mañana, tener que comprarse un talle de jean más grande porque los suyos ya no le entraban y que le cedan el asiento en el colectivo porque cómo iba a estar parada con semejante panza. Anhelaba brindar con agua y pedir la carne bien cocida, porque eso es lo que hacen las mujeres cuando tienen un bebé en la panza. Pero cada mes llegaba el período y con él la tristeza.

Después de la tercera inseminación y con mucha frustración a cuestas, Natalia decidió pedir ayuda a una psicóloga especializada en fertilidad. En terapia trabajó sobre sus miedos y deseos y adquirió herramientas para hacer que el tiempo de espera sea productivo.

“Me ayudó a entender que la infertilidad contamina todas las áreas de tu vida, y es por eso que comenzás a alejarte de todo y de todos. Porque tus amigas van quedando embarazadas y vos no, porque todo el mundo te pregunta para cuándo o por qué vos no tenés hijos, y la verdad es que no podés ni tenés ganas de andar exhibiéndole a cualquiera tu historia clínica. Porque podés ser brillante en tu trabajo y tener un año grandioso, pero seguramente cuando llegue Navidad, Año Nuevo, tu cumpleaños o el día de la Madre vas a sentir un agujero inmenso en tu corazón que es ese hijo que tanto deseás y que este año tampoco llegó”, dice Natalia con un nudo en la garganta por el recuerdo.

Luego de tres años de espera la pareja también aprendió que el mundo no para y si bien el reloj biológico avanza, uno no puede postergarse. Durante mucho tiempo no se anotaron en el gimnasio “porque mira si nos anotamos y en el medio quedamos y tenemos que abandonar”, no compraron el aire acondicionado “porque si este tratamiento no funciona vamos a necesitar juntar mucha plata para el próximo” y no se fueron de vacaciones “porque no podemos hacer un gasto tan grande en ese momento”. Pero un día cambiaron el chip. Empezaron a hacer actividad física, a darse gustos y a planear viajes.

También aprendieron a hacer oídos sordos a los comentarios ajenos como “no gastes más en tratamientos, andate de vacaciones y vas a ver cómo volvés embarazada. Porque te vas y no volvés embarazada”.

Con tres inseminaciones fallidas aceptaron pasar a los tratamientos de alta complejidad y encararon dos ICSI, una variante de la fecundación in vitro. El resultado: negativo. Diego y Natalia: de nuevo rotos.

“¿¡Levante la mano quien tiene un beta positivo!?”

Finalmente decidieron cambiar de centro. Buscaron su historia clínica y la llevaron a un lugar más contenedor, más ameno y más chico (Seremas). Allí realizaron algunos ajustes en la medicación y en el plan de laboratorio de embriología y arrancaron, con mucha paz, un nuevo tratamiento.

En paralelo, Natalia arrancó reiki, para mantenerse tranquila y segura, y para que la angustia y la desesperación no le ganaran.

El día del resultado los dos estaban positivos “¿Por qué no?”, pensaron, “alguna vez se nos tiene que dar”. Y si era negativo pensaban hacer lo mismo de siempre: llorar, lamentarse, darse tiempo, levantarse y volver a intentarlo.

Pero a las 3 de la tarde sonó el teléfono. Era el médico y Natalia fue la encargada de atender. Del otro lado solo se escuchó un grito eufórico: “¿¡Levante la mano quién tiene una beta positiva!?”¡Lo habían logrado!

Fue un embarazo perfecto, tranquilo y sin inconvenientes. Cuatro días antes de la fecha probable de parto nació Lucas.

“Ya no hay cumpleaños, Navidades, Años Nuevos ni días de la madre con agujeros en el pecho -dicen Natalia y Diego-, porque él ahora está acá y llena todo con su vida, con su alegría, con sus juegos, su voz y su sonrisa”.
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