De trabajar en los ladrillos y en la cosecha a recibirse de enfermera

San Juan
Su historia es ejemplo de superación y perseverancia.






Cuando era chiquita, Griselda Quispe juntaba monedas. No las de 25 o 50 centavos para poder comprarse caramelos. Las suyas eran otras, las fichas que le daban cada vez que terminaba de llenar un cajón de uvas, aceitunas o de tomates en la cosecha en la zona de El Algarrobal, Mendoza. Las guardaba en el bolsillo para entregárselas después a su mamá y que le pagaran más por la jornada.

«Para mí no era un trabajo, era ayudar a mis padres», cuenta Griselda. Hoy, con 23 años, pudo recibirse de enfermera, gracias al apoyo de diferentes personas y organizaciones a lo largo de su vida. El proyecto Redes Invisibles de LA NACION tiene precisamente ese espíritu: mostrar y subrayar la importancia que tiene para jóvenes de contextos vulnerables cruzarse con personas que les ofrezcan las oportunidades que muchas veces su entorno no puede darles.

«Griselda ha sabido sacarle provecho a cada una de las personas que estuvieron a disposición de ella», resume Adriana Chitadino, quien fue docente suya en la primaria.

Existen muchos prejuicios en relación al trabajo infantil y una profunda naturalización, en especial, de las tareas domésticas. Según el estudio de Voices! elaborado en exclusiva para LA NACION, el 57% de la gente está de acuerdo en que es mejor que un chico realice trabajo infantil a que esté robando, cuando ambas están fuera de la ley.

«Desde un planteo que dimensione los impactos que causa el trabajar sobre la salud y la educación en los niños, es igualmente peligroso trabajar que abusar de sustancias o delinquir», explica Martín De Nicola, Coordinador de Políticas de Erradicación del Trabajo Infantil y Protección del Trabajo Adolescente del Ministerio de Trabajo.

Griselda es de contextura pequeña y por eso lo que más le costaba en la cosecha era levantar peso. Como ella, las fuentes oficiales estiman que 763.544 menores de 15 años (10%) participan en actividades económicas, productivas o domésticas intensivas en la Argentina, interrumpiendo su desarrollo.

Cuando habla de aquellos primeros años difíciles, Griselda busca los ojos del interlocutor, quiere conectar y contar su historia. Hay en ella una mezcla de carencias materiales y discriminación pero también de mucho amor y superación.

«Mi infancia fue complicada por cuestiones de economía, familiares y crisis de trabajo. Yo era una niña pero el estrés de un papá que no tiene un trabajo o de una mamá que no tiene materiales para hacer una comida afecta a los niños. Sabiendo que no tenían nada, a mí me costaba pedirles plata para los útiles», dice.

Griselda es la mayor de cuatro hermanos. Sus padres llegaron de Bolivia buscando un futuro mejor. Ellos fueron los que siempre la empujaron a los libros para que no estuviera condenada a seguir haciendo labores pesadas y hoy se emocionan al verla recibida de enfermera.

Su madre es el primer eslabón en la red que la sostuvo. «Mi mamá nunca ingresó a una escuela ni supo escribir su nombre hasta que yo aprendí el abecedario y le enseñé. Hoy puede firmar. A mi papá le cuestan mucho las cuentas y por eso lo estafan en los trabajos y no le pagan lo que le corresponde. Yo le reviso las cuentas y lo acompaño para que reclame», explica Griselda.

Con su dulzura y su tenacidad, a lo largo de los años Griselda fue sumando a más personas que la acompañaron y fueron claves para su desarrollo: algunas maestras, referentes de la Asociación Conciencia y amigas, que la ayudaron en los momentos más duros.

Tuvo que crecer de golpe. Durante su infancia, Griselda también trabajó al calor de los hornos de ladrillos. «Lo que más hacíamos era ordenarlos y apilarlos. Sé tirar hasta tres ladrillos juntos», dice. Y fue madre sustituta de sus hermanos – y de sus tres primos que son sus «hermanos del corazón» y viven con ellos – mientras sus padres trabajaban.

Con solo 8 años aprendió a cocinar arroz y fideos, a cambiarles el pañal, a bañarlos y a hacerlos dormir. «La familia es lo más importante. Yo le ponía mucho esfuerzo para que las tareas de la casa me salieran bien y que mi mamá me felicitara», recuerda.

Nació en la Argentina, pero cuando tenía cinco años sus padres decidieron volver a Bolivia, a la zona de Beni. Esos años absorbió el amor por la selva amazónica, sus colores fluorescentes y los sonidos de los animales. Tres largos días de colectivo la devolvieron en 2006, junto a su padre, a una Mendoza diferente y solitaria.

«Llegamos con lo puesto. No teníamos nada», explica Griselda sobre esos primeros meses de agonía. Consiguieron de prestada una casa de adobe al lado de un horno de ladrillo y Rogelio se deslomó para poder traer al resto de la familia.

Adaptarse no fue fácil y menos sin recursos. El primer día de clases, su papá fue corriendo al supermercado a conseguir lo que le alcanzaba de útiles. No le pudo comprar una mochila y Griselda llegó con una bolsa de plástico que adentro tenía un cuaderno y un lápiz, vestida con la típica pollera boliviana.

«En la escuela sufrí discriminación porque usaba algunas palabras en quechua. A veces no quería ir porque me trataban mal. Las profesoras me decían que estaba muy pálida, me preguntaban si había desayunado y a mí me costaba decirles que no», dice esta joven para quien la integración social fue el talón de Aquiles.

Chitadino, quien fue su docente durante la primaria, hizo todo lo posible para que la situación social y familiar de Griselda no fueran un impedimento para que pudiera estudiar.

La familia se volvió a juntar y todas las manos se pusieron en movimiento para salir adelante. Su papá trabajó de albañil, en los ladrillos, en las cosechas y su mamá como empleada doméstica y en el campo.

«A todos nuestros hijos los estamos apoyando para que estudien. Con su papá siempre estamos trayendo una monedita para su ropa o su fotocopia. No quiero que queden burros como nosotros, en chacras sufriendo, con calor y bajo la tormenta, trabajando siempre», dice Virginia con lágrimas en los ojos, mientras Griselda le acaricia la espalda en círculos.

Griselda rescata con orgullo el enorme esfuerzo que sus padres hicieron para darles lo mejor. Para ella, su mamá es una gran luchadora y un ejemplo a seguir. «Por ella estoy acá. Nosotros recibíamos donaciones de todos lados y ella siempre se las ingeniaba para cortar, volver a coser y hacernos prendas de ropa. Y con una verdura te hacía una sopa», cuenta.

Cuando Griselda arrancó el colegio y su mamá se dio cuenta de que ella no podía ayudarla con los deberes, empezó a buscar por el barrio algún lugar en el que pudiera recibir apoyo escolar.

Así llegó a Conciencia, una organización que acompañó a Griselda durante toda su vida escolar, Matilde Vargas, quien era coordinadora del programa Proniño que busca erradicar el trabajo infantil y sostener la educación de los chicos, fue fundamental durante estos años. «Es gratificante ver que nuestro trabajo tiene un impacto real en la vida de estos chicos», afirma emocionada.

Para esta joven la escuela siempre fue un refugio muy importante. Hasta allá iba caminando todas las tardes con sus hermanos, agarrados de su mano, abajo del sol abrasador o de la lluvia más copiosa. «Mi mamá se las ingeniaba para ponerme bolsas de supermercado en los zapatos para que no se me embarraran los pies. Cuando llegábamos a una calle asfaltada cerca de la escuela, nos desatábamos las bolsitas y entrábamos. La ropa mojada, era inevitable», recuerda.

Pero Griselda sabía que en el colegio la esperaba un plato de comida, el amor de sus maestros y cosas por descubrir. Durante la secundaria, tuvo el apoyo de Conbeca y de su tutora María Bernardini, quien pudo mostrarle que había otras posibilidades y alentarla con sus sueños.

La precariedad laboral de sus padres atravesó todo el trayecto educativo de Griselda. Eso hacía que tuvieran una vida nómade, mudándose de casa en casa persiguiendo las cosechas y buscando nuevos hornos de ladrillos.

«Recién hacer algunos años pudimos tener nuestra casa de material que levantamos con nuestras propias manos. Salíamos de la escuela y veníamos a poner ladrillos. Todavía falta mejorarla mucho», agrega.

Cuando arrancó la secundaria, Griselda ya tenía presente que quería estudiar enfermería. De tanto acompañar a su mamá a atenderse – producto de los trabajos pesados que hacía – se enamoró del cuidado que le daban estas mujeres que la trataban con mucho amor y le explicaban cada cosa que hacían. «Yo quería ser como ellas para poder cuidar a mi mamá y a todas las personas que necesitaran ayuda», dice con una sonrisa.

Este anhelo no hubiera sido posible sin el apoyo de Silvina Motes, su profesora de Biología que todas las tardes se quedaba después de horas explicándole los contenidos de los cuadernillos del curso de ingreso a la facultad.

Miedo. Emoción. Adrenalina. Todas estas emociones la atravesaron a Griselda el primer día de clases en la universidad. Por suerte pudo compartirlas con su amiga y compañera Gladys Olmedo, quien fue su sombra durante las noches de estudio.

Con mucha dedicación y esfuerzo se recibió de Enfermera Universitaria y eso la habilita a ejercer. Actualmente está cursando el último año de la licenciatura y trabaja en el Hospital El Sauce.

María Antonia Firmani, la docente de educación emocional que acompañó a Griselda en la secundaria, es la que mejor describe su transformación: «Yo sé que va a ser una enfermera distinta, que no solo se va a ocupar del dolor físico sino que también va a llevar luz a los enfermos».
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