Gerardo, uno de los tantos personajes urbanos que deambulan por las calles sanjuaninas

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Está siempre con el mismo traje. Lleva un portafolio negro. Casi no se sabe cómo fue su pasado. Pero las leyendas urbanas indican que puede haber sido un buen estudiante universitario y que sufrió un problema que lo dejó congelado en el tiempo. ¿Lo conocés? 




 

Saco marrón claro, zapatos negros desgastados. La ropa se quedó estática en una época, con minutos, segundos y fecha que él sólo sabe. Él también se quedó en ese día y nunca más volvió. Barba descuidada, no se sabe su nombre completo ni se conoce su forma de hablar, sólo murmullos salen de su boca cuando visita bares y restaurantes. Algunos dicen que se llama Gerardo, que jugó al rugby y que era un buen estudiante universitario.

Aquellos a los que la gente llama locos viven su realidad paralela y en esa huída de esta realidad que los hartó, que no pudieron soportar, hay un llanto interno que los atormenta. Aquellos a los que la gente llama locos son los que sufrieron en gran medida la falta de cordura y atención de otros. Aquellos a los que la gente trata de locos quisieran, tal vez, haber podido decodificar un poco más o tal vez un poco menos esta vida marcada por las tapas de los diarios. Esos a los que les dicen locos son inofensivos.

El hombre de rasgos gruesos sale de un supermercado chino con un pan semiduro y un aderezo que le dieron de regalo. Porque ellos, a los que la gente llama locos, reciben regalos cuyo tamaño varía respecto de la intensidad de la pena que le provocaron en ese momento al donante. Ese hombre se sienta a comer en un banco de una diminuta placita cercana al Barrio San Lorenzo, en Santa Lucía.

No mira a nadie, como si los que están a su alrededor no existieran, pese a ser sus compañeros casionales de la plaza. Está ensimismado en esa tarea de mover las mandíbulas mientras el pan con aderezo recorre rápidamente el paladar hasta llegar a saciar su deseo instintivo.

Lleva un maletín negro bastante viejo, del que sobresalen algunos papeles. Existe una especie de leyenda en torno a él: supuestamente fue un buen estudiante universitario, casi profesional, al que un surmenage le paralizó la realidad para siempre. Desde entonces no ha vuelto.

A ese hombre al que llaman loco se le ríen en los restaurantes del centro cuando se sienta solitario y -con una mueca de naturalidad- come los desperdicios que dejaron los clientes que salieron apurados a cumplir con eso que llaman realidad.

Los "colifatos" de nuestra sociedad deambulan invisibles por las calles, como si algo les impidiera lograr que los tomen en serio, como si sus risas fueran susto para los convencionales y sus llantos, de mentira para los que curan el dolor.

Aquellos a los que llaman locos lanzan gritos al espacio pidiendo ayuda, y los cuerdos, tan ocupados en las tareas diarias para evitar la locura, no los escuchan.
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